Por Roberto Armijo
Don
Francisco Gavidia y don Alberto Masferrer, son dos escritores que admiro. A don
Francisco por su personalidad excepcional. Casi un genio. A don Alberto por su
destino prometeico. Don Francisco es el ansia de hacer trascender por medio de
la reflexión y el estudio, el espíritu de la salvadoreñidad. Don Alberto es la lucha diaria, el combate
cotidiano de Jacob con el ángel. Don Francisco
cuando habla de su país, y se resiente
de su ignorancia, y le duele verlo hundido en la abyección, utiliza la
alegoría, y desprecia a Esparta: pueblo obediente, esclavizado. Don Alberto, al
contrario, habla de El Salvador a secas. El Salvador carcomido por el
paludismo; aherrojado por el hambre, por el egoísmo y el alcohol. Cuando don
Francisco se remonta por medio de su creación potente, perpetúa una concepción
del mundo consecuente con su actitud democrática. Creación profunda de
auténtico pensador. Don Alberto cuando se remonta, su vuelo es frágil. Su
destino no está en la especulación, en el esquema metafísico. Su destino está
en la tierra. Allí es fuerte. Allí es el mejor. Es excelente para gritar.
Brillante para criticar.
Cuando
expresa, abajo el hambre. Cuando subraya, desarraiguemos la ignorancia. Cuando dice colérico: combatamos el guaro, don Alberto es grande.
Es un auténtico salvadoreño. Un verdadero apóstol. Un visionario. Amo a ese
Alberto Masferrer sincero, religioso. Su evangelio social está inspirado en una
solución sencilla: darle de beber al sediento, darle de comer al hambriento. No
había en él preocupación científica por comprender el fenómeno económico
social. Únicamente sabía que todos los días se acostaban trescientos mil niños
salvadoreños sin haber bebido un vaso con leche. Trescientos mil niños que no
habían ido a la escuela. Y eran esos hechos monstruosos, comunes en su país,
los que lo revolvían en cólera. Lo convertían en un acusador.
Cuántas
veces don Alberto Masferrer, al atravesarse en su camino un borracho, sintió que una ira santa le encendía el pecho, le golpeaba el
corazón. Entonces don Alberto arremetía contra el Estado cómplice, corruptor y
expoliador, que diariamente, cotidianamente exprimía a ese salvadoreño analfabeto.
Don
Alberto amaba profundamente a su pequeño país. Sobre los ranchos se alzaba su
silueta tolstoiana. Se sabía el campesino que latía al unísono del abigarrado
paisaje, donde la oropéndola, el guarumo, el bosque y los pájaros, eran un solo
ser colectivo. Su corazón de poeta bebía la luz, la fragancia de la tierra
mojada. Pero olvidaba inesperadamente la súbita alegría que agitaba su pecho,
cuando sobre la llanura veía la choza miserable, el chucho hambriento, el niño
palúdico. Entonces don Alberto exclamaba: la tierra es para el que la trabaja.
De
tanto sufrir, de clamar en el desierto, don Alberto fue convirtiéndose en una
llama sin reposo. Cuando las páginas de sus libros no trasladaban el mensaje
con la urgencia requerida, don Alberto utilizaba el editorial realizado a
prisa, a carrera. Cada línea que brotaba palpitante de su pluma, iba rezumando
sangre, sangre de su espíritu. Todos los días se entregaba a su pueblo. No le
importaba la chacota, la befa del. sayón, del sicofante que le odiaba, que le
perseguía. Su misa, su apostolado, estaban en la página del libro, en el editorial.
En su obra parca, tremante de periodista, don Alberto dio lo más deslumbrante
de su cerebro. La brega cotidiana la empezaba desde que abría los ojos. Desde
que salía a la calle, al mundo de su país. Conversaba con el transeúnte de
vicisitudes rutinarias. Sensitivo recogía la queja guardada en el pecho
humilde. Entonces corría a escribir, a llorar sobre la cuartilla. Cada línea
suya era un llamado a la conciencia del hombre. Era un alerta de esa visión suya
que le quemaba, que le enloquecía de aflicción, de incertidumbre. Es necesario
-decía don Alberto a los ricos de su país- es necesario que el soplo de la
caridad toque los corazones. Salgan de sus palacios, y verán a ese pueblo,
nuestro pueblo: hambriento, analfabeto, desesperado. En cada mirada hay una
chispa, en cada mano, una tea. Todavía es tiempo, todavía es posible remediar
todo ese pasado ruin, egoísta que lo ha convertido en piltrafa humana.
Ayudémosle. Démosle la mano. Esa prédica, esa sencilla prédica que podría hacer
oír a un sordo, don Alberto la ensayaba todos los días. El, sincero, transido
por el fuego religioso, bebido en sus lecturas de Tolstoi y de los Evangelios,
creía -pobrecito don Alberto--- que oirían sus plegarias. Sí, sus plegarias.
Cada editorial, cada artículo, cada página de un libro nuevo, eran plegarias.
Su amor por El Salvador, era enraizado en el tuétano, en el hueso. Cundo sus
ojos de poeta se deslizaban por el paisaje, sentía el ansia de transformar el
país en un inmenso poema. Esta visión suya nació en sus viajes, en sus estadías
en el extranjero; susceptible, estaba atento a soñar lo mejor para su pueblo.
¡Cómo envidiaba a esas naciones cultas de Europa! ¡Cómo sentía la necesidad de entregarse al
combate para redimir a su país atrasado, bárbaro!
Fue
en esos países extranjeros que se suscitó en él, inesperadamente, el sueño
utópico de sembrar en la carne de sus hermanos, el deseo por una patria mejor,
más civilizada y culta.
Yo
no creo -decía don Alberto--- en una patria simbolizada en el escudo, el himno
y la bandera. Yo creo en la otra -subrayaba-, patria palpable, deseosa y
deseante. Palpable porque la toco en el pan necesario para mi vida. Para tu
vida. Para nuestras vidas. Deseosa, porque cada día, cada hora, cada minuto,
con sus campesinos, sus obreros, sus profesionales, sus industriales, quiere
renovarse. Ser otra. Deseante, porque se desea más culta, más civilizada, más
noble. En esa patria creía don Alberto. Este deseo le hacía caer en
contradicciones, en actitudes inadecuadas de loco soñador. Era su vida. Su
destino.
Sincero
se enrolaba en la lucha. Le importaba un comino el qué dirán.
Reflexionaba:
me debo a mi pueblo. Es mi obra, mi vocación, mi apostolado. En esta tarea durísima para cualquier hombre talentoso -sobre todo en aquel tiempo---, don Alberto vivió, soñó y luchó. Era la entrega, la terrible entrega
entre Job y Prometeo.
Fuente: Dirección General de Publicaciones del Ministerio de Educación. Revista Cultura. No. 47. Enero-Febrero-Marzo, 1968. San Salvador, El Salvador
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