Thomas R. Anderson
NOTA INTRODUCTORIA
Hay fechas del pasado que celebramos todos los años porque creemos que son dignas de recordarse y festejarse. Por lo general, concuerdan con los acontecimientos importantes que estudiamos en escuelas y colegios cuando se nos enseña acerca de nuestras raíces culturales y políticas: el descubrimiento europeo de América, la independencia de España, el natalicio de algún personaje insigne -estadista, pensador, literato- y así por el estilo. De origen más reciente, celebramos también la firma de la paz que puso fin al conflicto armado de la década de 1980.
Pero hay otras fechas que preferimos no celebrar, ya sea porque no las consideramos lo suficientemente relevantes o porque sus peculiares características no concuerdan con lo que valoramos como bueno o edificativo. Por ejemplo, no celebramos las luchas cívicas de abril y mayo de 1944 que antecedieron a la renuncia de Hernández Martínez, quizás porque no acabaron con la dictadura militar o porque buen número de personas todavía recuerdan con nostalgia el régimen martinista. (Distinto es el caso de Guatemala, donde todavía se celebra la caída del ubiquismo en octubre de 1944 y la instauración del régimen democrático.) Inclusive, hemos dejado de celebrar una fecha -la revolución de diciembre de 1948- que durante la década de 1950 fue parte del calendario festivo de los gobiernos del PRUD pero que después de 1960 pasó al olvido. Hasta el monumento que se erigió en su memoria, el más imponente de origen cívico en el país, se ha convertido en "el chulón" sin que se entienda qué significa ni por qué se construyó.
Lo anterior nos indica que cada generación escribe o narra su historia. Incluimos en ella aquello que nos parece conveniente y enaltecedor, mientras excluimos lo que resulta doloroso o cuestionable. Y no es que semejante práctica sea una exclusividad nuestra. Todas las naciones han buscado presentarse en sociedad con sus mejores galas históricas, ya sea para consumo interno o para lucirse en el exterior. No hace falta sino remontarse a la experiencia de la Unión Soviética bajo Stalin, donde personajes destacados de la revolución desaparecían del panteón bolchevique como por arte de magia cuando caían en desgracia frente al dictador. Hasta las democracias más connotadas del planeta han sufrido de amnesia cuando se trata de algún episodio censurable de su pasado; como ejemplo, la detención sumaria en campos de concentración de decenas de miles de ciudadanos norteamericanos de origen japonés durante los años de la Segunda Guerra Mundial sin más justificación que su ancestro nipón.
En nuestros tiempos, aún se escuchan voces que insisten en la necesidad de cubrir con un velo ciertos momentos del pasado como parte de una práctica de perdón y olvido (lo cual no deja de ser un contrasentido, porque no es posible perdonar y olvidarse a la vez de lo que se perdona). El perdón es necesario si se quiere lograr la reconciliación, pero el olvido no es siempre conveniente, como lo podrá atestiguar cualquier psicólogo que busca ayudar a un paciente a superar un trauma. Para una sociedad, lo saludable es lograr una explicación ecuánime y objetiva del pasado para comprender cómo es que hemos llegado a lo que somos ahora sin que ese conocimiento se convierta en motivo de recriminaciones y venganzas, sino que permita, precisamente, construir nuevas formas de convivencia democrática y pacífica.
Un acontecimiento que se mantuvo en el limbo histórico por mucho tiempo fue precisamente aquel que recordamos sencillamente por los últimos dos números del año en que sucedió: "el 32". Cuando pensamos en 1932, generalmente se nos viene a la mente la insurrección campesino-indígena del occidente de El Salvador, tal como la describen Claribel Alegría y Darwin Flakoll en su novela Cenizas de Izalco. Sin embargo, 1932 fue mucho más que el levantamiento. En el resto de El Salvador se habían dado procesos y acontecimientos políticos. y sociales, mucho antes de 1932, que contribuyeron a gestar el levantamiento. Si no se explican éstos, difícilmente se podrá comprender la instauración de la dictadura militar y la represión estatal que se desató a partir de la insurrección, amén de toda la historia posterior del país.
Es precisamente con el objetivo de contribuir al conocimiento del pasado reciente de El Salvador que se reedita en esta oportunidad la obra del historiador Thomas Anderson, aparecida por primera vez en inglés a finales de la década de 1960 y traducida al español y publicada por EDUCA en 1976 bajo el titulo El Salvador 1932. Desde entonces han aparecido otros trabajos sobre los acontecimientos de ese año, de los cuales se han escogido dos para acompañar el escrito de Anderson: el ensayo del historiador Héctor Pérez Brignoli, titulado Indio, comunista y campesino. La rebelión de 1932 en El Salvador, publicado como un cuaderno de investigación en 1991 por la Escuela de Historia de la Universidad Nacional de Costa Rica; y el artículo del historiador Erik Ching, "Una nueva interpretación de la insurrección del 32", aparecido originalmente en la revista Tendencias de septiembre de 1995.
Los tres escritos son complementarios. El de Anderson, basado en el estudio de documentos y en entrevistas a protagonistas del levantamiento, es un recuento de la historia de El Salvador desde la introducción del café a fines del siglo hasta la guerra entre El Salvador y Honduras en 1969. De esta manera, Anderson sitúa el levantamiento de 1932 como un episodio central de la historia salvadoreña del siglo XX.
Al destacar los procesos sociales, políticos y económicos que contribuyeron a gestar el levantamiento, Anderson se distancia de los autores que escribieron sobre la insurrección poco después que ocurrió, tales como Joaquín Mende: y Jorge Schlesinger, quienes asignaron gran importancia a la actividad del movimiento comunista como responsable directo del levantamiento. Sin subestimar el papel de los comunistas, Anderson insiste que el movimiento insurreccional tiene que entenderse como un acontecimiento enraizado en la realidad salvadoreña, producto de una dinámica política y social que se profundizó y aceleró durante los años de la gran crisis económica a partir de 1929.
El planteamiento de Anderson refuerza la tesis de que los movimientos revolucionarios del siglo XX no pueden explicarse fundamentalmente como resultado de una gran conspiración internacional comunista orquestada desde Moscú. Tampoco, como bien lo describe Anderson, puede entenderse la represión de dichos movimientos como parte de una gran ofensiva contrarrevolucionaria dirigida por los imperialistas desde Washington. Existen suficientes elementos de juicio -antecedentes, causas, detonantes- como para comprender la historia de El Salvador de este siglo sin necesidad de recurrir a actores externos como única o principal explicación de lo que ha pasado en nuestro propio territorio. Afirmar lo contrario le niega protagonismo a los actores sociales y políticos nacionales.
Por otra parte, es evidente que un país pequeño y pobre, como lo era El Salvador en 1932, no puede escapar de .las preocupaciones y los afanes intervencionistas de las potencias. La insurrección de ese año hizo sonar las alarmas en Londres y Washington y en cuestión de días se hizo presente una escuadra naval en las costas salvadoreñas con suficientes infantes de marina para apoyar a las fuerzas del gobierno en caso necesario.
Lo cierto es que un destacamento de tropas canadienses desembarcó en Acajutla y llegó hasta Sonsonate antes de replegarse a su navío sin haber entrado en combate.
Lo cierto es que un destacamento de tropas canadienses desembarcó en Acajutla y llegó hasta Sonsonate antes de replegarse a su navío sin haber entrado en combate.
El que Estados Unidos y Gran Bretaña no hayan intervenido militarmente es indicativo de la eficiencia de las fuerzas del gobierno en la supresión del levantamiento. En cuestión de pocos días un gran movimiento popular había sido desarticulado y sus dirigentes capturados y ejecutados sumariamente, lo mismo que muchos miles de campesinos.
¿Cómo se explica semejante desenlace?
¿Cómo se explica semejante desenlace?
En el escrito de Héctor Pere: Brignoli encontramos una caracterización de la insurrección que nos permite acercarnos a una respuesta. Pere: Brignoli, con ojo clínico, va separando la broza del grano, por así decirlo, para llegar a lo medular, a lo particular del levantamiento. No solamente eso: también analiza y valora las fuentes que alimentan nuestro conocimiento de los sucesos. De esa manera, cumple cabalmente con la labor del historiador, que es acercarse a la realidad pasada y explicar cuál es el camino que utiliza para lograrlo.
En primer lugar, el que haya ocurrido en 1932, y no antes o después, es significativo. El país estaba inmerso en ese momento en un intenso proceso político que se había iniciado con la campaña política que llevó a la presidencia a Arturo Araujo en enero de 1931 y que culminó con el golpe militar de diciembre del mismo año, un corto tiempo durante el cual se escucharon todas las reivindicaciones y propuestas políticas que se habían mantenido acalladas por largos años. Entre otras, la voz de los comunistas era llamativa: con suprimir a los terratenientes y capitalistas se podría construir una nueva sociedad, más justa y próspera. Lo que no quiere decir que los comunistas hayan sido indispensables para el estallido del movimiento. Las investigaciones recientes de Erik Ching en los archivos del Comintern en Moscú sugieren, tal como se aprecia en su escrito, que el Partido Comunista Salvadoreño era muy pequeño, de reciente creación y sumamente dividido por discrepancias internas como para haber liderado un movimiento de la magnitud de 1932. Sus palabras son categóricas: " ... el partido no fue el protagonista principal en 1932 y [ ... ] el estallido de la rebelión sorprendió al partido de la misma forma que al resto del país."
En segundo lugar, la insurrección se limitó básicamente al occidente del país, caracterizado por una alta proporción de población indígena y una gran densidad de producción cafetalera. La población indígena conservaba formas de organización en torno a cofradías y caciques, algunos de los cuales tuvieron un papel protagónico en el levantamiento. Asimismo, la producción cafetalera fue antecedida por un proceso de enajenación de las tierras ejidales y comunales que afectó sobre todo a los campesinos indígenas; la crisis de 1929 agudizó todavía más la precaria existencia de los pequeños agricultores. Había, pues, razones de sobra en el occidente del país para que la población rural estuviera sumamente insatisfecha con su situación. Y en tercer lugar, el descontento social finalmente estalló pero lo hizo de una manera muy peculiar, que Pere: Brignoli cataloga precisamente de "motín", de los cuales-hay una larga historia en toda la América española. Los motines son protestas sociales que no tienen ni objetivos ni métodos muy definidos y que, por lo tanto, pueden ser dominados con relativa facilidad por las fuerzas del régimen, las cuales, en todo caso, cuentan con recursos militares mucho más potentes que la masa campesina armada de machetes, piedras y palos. Ching describe los hechos del 32 en términos muy similares: "La rebelión tuvo más la apariencia de un conjunto de tumultos locales y aislados, producto de quejas particulares, que de una revolución grande con organización centralizada y objetivos nacionales."
Y así terminó el levantamiento en occidente: las ametralladoras y los rifles, en manos de unos pocos soldados, barrían con los miles de insurrectos, ya sea en los enfrentamientos o en los paredones de fusilamiento. Como sostiene Anderson, por cada persona que asesinaron los insurrectos, el ejército mató a cien campesinos. Sin embargo, el que la insurrección haya estallado y haya sido reprimida en cuestión de pocos días no disminuye su importancia o su significado para la historia de El Salvador. Si se acepta que este levantamiento campesino se montó sobre un cúmulo de problemas e injusticias sociales, de una serie de gobiernos que prestaron poca atención a los reclamos del pueblo, y de un liderazgo popular que 'tomó la decisión de enfrentar al Estado con violencia, entonces es evidente que anunciaba eventos todavía más tremendos medio siglo después.
Pero es también evidente que el círculo que se comenzó a dibujar en 1932 -con la instauración del régimen militar y la proscripción de la izquierda política- se cerró finalmente sesenta años después, en 1992, con la firma de los acuerdos de paz.
Claro, los tiempos han cambiado. El nombre y la imagen de Agustín Farabundo Martí están presentes en los actos políticos pero el Partido Comunista Salvadoreño ya no existe ni tampoco el movimiento internacional de inspiración bolchevique. El ejército figura en la Constitución como una institución permanente del Estado pero ya no tiene mayor participación en la conducción del gobierno. Incluso, muchos salvadoreños y salvadoreñas que se esfuerzan por mejorar sus condiciones de vida no lo hacen enfrentando al Estado sino que buscando cómo cruzar la línea fronteriza para comenzar una vida nueva en Estados Unidos.
Claro, los tiempos han cambiado. El nombre y la imagen de Agustín Farabundo Martí están presentes en los actos políticos pero el Partido Comunista Salvadoreño ya no existe ni tampoco el movimiento internacional de inspiración bolchevique. El ejército figura en la Constitución como una institución permanente del Estado pero ya no tiene mayor participación en la conducción del gobierno. Incluso, muchos salvadoreños y salvadoreñas que se esfuerzan por mejorar sus condiciones de vida no lo hacen enfrentando al Estado sino que buscando cómo cruzar la línea fronteriza para comenzar una vida nueva en Estados Unidos.
Por otra parte, los indígenas sobrevivientes de los "sucesos" de 1932 -quienes según las versiones más usuales fueron asimilados a la cultura dominante bajo la amenaza de castigo si volvían a expresarse como indígenas- en realidad no desaparecieron del mapa social o étnico del país. De acuerdo a una reciente investigación muy acuciosa, la categoría de indígena siguió utilizándose durante varios lustros más en los registros de nacimientos de los municipios de la franja occidental del Pacífico salvadoreño; por ejemplo, en el departamento de Sonsonate, la categoría de "indígena" se le asignó en 1945 a más del 67% de los nacidos en Santo Domingo de Guzmán y a más del 77% de los nacidos en Santa Catarina Masahuat, mientras que en Nahuizalco la cifra comparable para 1950 es del 86%.
Todo lo cual sugiere que las explicaciones y razones sencillas muchas veces resultan atractivas pero insuficientes ante la complejidad de la historia. Ya no podemos entender el pasado echando mano de teorías mecanicistas o reduccionistas. Más bien, debemos hurgar hasta donde nos permita la información disponible para extraer conclusiones coherentes con la realidad de los hechos y los procesos. De lo contrario, estaremos intentando comprender nuestro presente sobre bases poco firmes o, en el peor de los casos, completamente equivocadas.
KNUT WALTER
La Antigua Guatemala
febrero de 2000
febrero de 2000
Fuente: Anderson, T. R. (2001). El Salvador, 1932: los sucesos políticos. (3ª. Ed.). San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos.
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