(Cuento)
Claribel Alegría
Cuando Luisa tenía diez años se le ocurrió a su madre que tenía que aprender a jugar tenis. Tres veces por semana, a las cinco de la tarde, iba al parque Modelo, donde se encontraba la única cancha. La acompañaba Carlitos, hijo de los mejores amigos de sus padres y además vecino desde hacía muchos años.
Fuente: Muñoz, W. O. (2004). Antología de cuentistas salvadoreños. San Salvador: UCA Editores.
Claribel Alegría
Carlitos era bastante mayor que Luisa, comulgaba todos los domingos, era el mejor alumno de su clase y tenía la cara cubierta de granos. Invariablemente antes de salir, la madre de Luisa le decía: "Cuídala mucho, que no olvide la raqueta, acuérdate que es muy ateperatada, y no se entretengan en ninguna parte. A las seis en punto los quiero aquí".
Una tarde, después de haber jugado más de una hora, regresaban los dos sudorosos y en silencio, cuando, de pronto, Luisa se detuvo ante una puerta que estaba siempre abierta. Tenía una cortina de cuentas de colores que impedía ver el interior.
-¿Qué haces? -dijo Carlitos.
-Nada. Es la única puerta que he visto con una cortina así.
-Es una casa de putas.
-No digas malas palabras -lo retó Luisa y empezó a separar las hileras de cuentas.
-Si no vienes, te acusaré -dijo Carlitos, empezando a caminar.
Luisa titubeó. Puta era una mala palabra, eran mujeres malas. Un ligero temblor la sacudió y justo entonces la cortina se abrió.
-¿Qué querés? -dijo con voz agria una mujer vestida de rosa.
El corazón de Luisa cambió de ritmo.
-Si no te apuras, me voy -dijo Carlitos desde la esquina.
-Nada -dijo Luisa-, es que me gusta su cortina.
-Andate y dejá de molestar.
-¿Usted es mala? -dijo Luisa, sintiendo que las piernas le temblaban.
-Soy puta, ¿estás contenta?
-Te acusaré con tu padre -gritó Carlitos.
-¿Puedo ver cómo es su casa? -dijo Luisa.
-No hay nada que ver -dijo la mujer, abriendo más la cortina.
Luisa se introdujo despacito y repasó con los ojos la habitación. Un olor acre a desinfectante la invadía. Sobre el catre, un Cristo plateado miraba hacia el suelo. Colgadas de la pared había estampas de santos y sobre una repisa, el retrato de un niño con un vaso de flores artificiales.
-¿Satisfecha? -dijo la mujer, en el mismo tono agrio.
-Si fuera mala no tendría tantos santos en la pared -dijo la niña.
La mujer se echó a reír.
-¿Quién te ha dicho que las putas somos malas?
Luisa guardó silencio.
Luisa guardó silencio.
-¿Querés un caramelo?
Luisa afirmó con la cabeza.
La mujer se encaminó hacia el armario pintado de azul y sacó un bote de caramelos.
- Tomá -dijo.
Luisa cogió uno.
-Cogé más.
-Cogé más.
-Quiero ser tu amiga -dijo la niña, mientras cogía tres caramelos más.
La mujer sonrió.
-Es mejor que te vayas -dijo, poniendo los caramelos sobre la mesa de noche, pintada también de azul. Su voz ya no era agria y miraba a Luisa con ternura.
-¿Cuántos años tenés? -preguntó.
-Diez.
-Aquel niño que ves allá -dijo, señalando la repisa-, tendría doce ahora. Se me murió de disentería.
Luisa sintió ganas de abrazarla, pero se contuvo.
-Andate ya -dijo la mujer, poniéndole una mano sobre el hombro-, mejor no le digás a tu mamá que has estado aquí.
-Andate ya -dijo la mujer, poniéndole una mano sobre el hombro-, mejor no le digás a tu mamá que has estado aquí.
Carlitos aún estaba en la esquina, esperándola.
-Qué tonta eres -dijo-, esa mujer es una puta y las putas son malas.
-El malo eres tú -dijo Luisa, y empezó a correr hacia su casa.
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