SUEÑOS LEJOS DEL TIEMPO
Roque Dalton
Hubo un tiempo
en el que yo sabía mucho de los muertos.
Sí me paraba ante la noche
en las últimas calles que mi desolación
podía soportar,
advertía claramente, sus voces
llamándome desde la niebla natal
y recordándome tenazmente
la futura adhesión
al hielo inabarcable de los cuerpos perdidos.
Sabía que los muertos giraban
agitando sus terribles cabellos de cristal,
vestidos de guerrera hiedra,
afanosos de utilizar la santa bestialidad
que aún conservaban de la vida.
Dios era un muerto incontrolable.
La vida era
aprender a morir.
Ahora
después de nuevos himnos, nuevos mares de lágrimas,
después de nuevos ojos presentes desde los números,
desde las sólidas hogueras, crueles y persistentes,
desde las casas taciturnas
donde aman los esposos a sus desnudas novias,
desde un cadáver de hospital
concreto y duro amigo para mi pregunta,
desde los inviernos anticipadamente sangrantes,
desde las iglesias que crecen y crecen
sobre las iniciales del esclavo,
sé
que
los
muertos
arriaron
su
bandera
y como los hijos pobres del olvido
nos dejaron la vida por construir,
la vida pastoral, corsaria, ó cósmica,
limpia de sus antiguos obstáculos
(de sombra, o de silencios especiales)
y de sus graves imágenes
y su clamor secreto
escondido en los árboles.
Los muertos están muertos,
se quedaron atrás,
Muertos.
Hubo un tiempo
en el que yo sabía mucho de los muertos.
Sí me paraba ante la noche
en las últimas calles que mi desolación
podía soportar,
advertía claramente, sus voces
llamándome desde la niebla natal
y recordándome tenazmente
la futura adhesión
al hielo inabarcable de los cuerpos perdidos.
Sabía que los muertos giraban
agitando sus terribles cabellos de cristal,
vestidos de guerrera hiedra,
afanosos de utilizar la santa bestialidad
que aún conservaban de la vida.
Dios era un muerto incontrolable.
La vida era
aprender a morir.
Ahora
después de nuevos himnos, nuevos mares de lágrimas,
después de nuevos ojos presentes desde los números,
desde las sólidas hogueras, crueles y persistentes,
desde las casas taciturnas
donde aman los esposos a sus desnudas novias,
desde un cadáver de hospital
concreto y duro amigo para mi pregunta,
desde los inviernos anticipadamente sangrantes,
desde las iglesias que crecen y crecen
sobre las iniciales del esclavo,
sé
que
los
muertos
arriaron
su
bandera
y como los hijos pobres del olvido
nos dejaron la vida por construir,
la vida pastoral, corsaria, ó cósmica,
limpia de sus antiguos obstáculos
(de sombra, o de silencios especiales)
y de sus graves imágenes
y su clamor secreto
escondido en los árboles.
Los muertos están muertos,
se quedaron atrás,
Muertos.
Fuente: Escobar Velado, Oswaldo. (1953). Puño y Letra. San Salvador: Editorial Universitaria.
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