EL PADRE
Salarrué
EL PADRE
La
iglesia del pueblo era pesada, musgosa y muda como una tumba. detrás estaba
el convento, encerrado entre tapiales, con su gran arboleda sombría; con su
corredor de ladrillo colorado; de tejado bajero sostenido por un pilar, otro
pilar, otro pilar...; pilares sin esquinas embasados en piedra tallada y
pintados de un antiguo color.
El
patio era de un barro blanco y barrido, propicio a las hojas secas. Las
sombras y las luces de las hojas ponían agüita en el suelo;
en aquel suelo pelón lleno de paz, por el cual pasaban, gritonas, las
gallinas guineas.
Largo
era el corredor: la mesa, el kinké, una silla, un sofá, un
barril, una destiladera, un viejo camarín, unos postes durmiendo; otra silla,
la hamaca, el cuadro bíblico; un cajón; un burrro con
una montura; un freno colgado de un clavo y al final, ya para
salir las gradas, unos manojos de pasto verde, el picadero y la cutacha.
Después empezaba la alfombra de sol hasta la cocina; y allá contra la tapia,
como una casita de juguete, con su chimenea de lata azul, el excusado.
El
padre se paseaba en la tarde. Era la hora en que la paz le traía el cielo; el
cielo de agradables matices, que llegaban a sentarse en la montaña lejana,
pensativo como un hombre; pensativo hasta quedarse dormido, soñando en las
estrellas, cada vez más profundamente.
El
sacristán tocaba el ángelus para que todo se callara. Y todo se callaba.
La
Coronada llegaba entonces penosamente, con su riuma y sus
platos, a ponerle la mesa. Se sentaba el padre, siempre mirando al cielo, con
su cara igual de triste. Con un pespuntar de máquina de cocer, sus labios
hilvanaban un larga oración de gratitud. Humillaba los párpados y se
persignaba. Luego, cogía calmosamente la cuchara y empezaba a probar la sopa.
Estaba caliente. La Coro, encendía el kinké. Las gallinas
empezaban a volar de rama en rama, con torpes aleteos. A lo lejos se oía
pasar el tren por el puente de hierro, como una amenaza de tormenta.
La
Chana era una cipota chulísima. había crecido de diadentro, al
servicio del cura. hacía mandados, lavaba los trastes, les daba de comer a
las gallinas y se comía lazúcar. Cuando el padre estaba
bravo, como no tenía en quien descargar, regañaba a la Chana. La Chana no se
quedaba chiquita y le contestaba cuatro carambas.
-
¡Agüen, usté! ¡Asaber que lián confesado las biatas y descarga en yo!...
El padre, en vez de
enojarse, la estrechaba contra su pecho y le daba un beso en la frente. Se
estaba viendo en ella, como decía la Coro.
En
un dos por tres se había hecho mujer. De la mañana a ña tarde echó rollo,
se cantonió y le brillaron los ojos. Ya se trataba una flor
en el delantal, con un gancho, muy alto, muy alto, para podérsela oler
poniendo cara interesante. Seguido se cachaba logas; por el tacón
muy encumbrado, por unos papeles colorados para untarse los labios, por andar
suspirando muy dentro. El cura la miraba de lejos. La miraba pasar,
disimuladamente, y alejándose. Se cogía el mentón azul y su cara de
cuarentero se ponía grave. Temblaba por ella. Hubiera querido podarla un
poco. Se paseaba, se paseaba por el largo corredor, campaneando la lustrosa
sotana vieja, como si en ella se hamaqueara su inquietud. Apretaba, sin
querer, el crucifijo de plata que llevaba siempre colgado al cuelo. Si
hubiera sido de cera, lo habría convertido pronto en una hostia. Allá a lo
lejos, la risa de la Chana sonaba como una campanilla mundana. Cuando pasaba
a su lado, apagaba los olores del incienso con un fuerte aroma de jabón diolor. Por
el corredor silencioso, sus tacones pasaban, clavando la tranquilidad.
La niña Queta
y la niña Menches, la una fea de tan vieja, y la otra vieja
de tan fea, entraron apuradas en busca del padre para un asunto urgente. La
puerta estaba entreabierta y empujaron. Y fue como si hubieran empujado su
alma en un abismo. El padre estaba todo él sentado en un sillón y la Chana
estaba toda ella sentada en el padre. Su cachete rosado se
posaba dulcemente en el cachete azul del cura, como una
madrugada sutil se posa sobre áspera montaña.
-¡Virgen
pura!..
Dos lágrimas corrían
por las mejillas marchitas del padre. Repitió su excusa:
-
Un afán, un vago deseo de ser padre. Es como mi hija...
Su voz era oscura.
-
Los niños despertaron siempre en mi alma una dulce inquietud...
-¡Hm!
Apretó el obispo sus
labios temibles y lanzó al cura su más irónica mirada. Pero él se irguió
austero, nobilísimo y puro, el rostro del acusado, encendido en radiante
sinceridad; irresistible en su sencillez; tal si el mismo Dios mirara por sus
ojos húmedos, abatiendo al instante la austeridad, la insolencia y el rango.
Fuente: Salazar Arrué, Salvador. (1999). Narrativa completa de Salarrué. San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos.
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