Melitón Barba
En Un Pequeño Motel
Hacíamos cola para
entrar a La Embajada, yo justo detrás de ella. Al llegar a la puerta, un
guardia de seguridad exigía que se le mostrara el pasaporte, lo revisaba con
cuidado y luego daba el visto bueno para entrar. Me había dado cuenta que la
muchacha que me antecedía estaba muy nerviosa, la veía inquieta y hasta
temblaba ante la presencia de la autoridad. Volvía su carita a todas partes como
buscando ayuda o como si temiera algo o no sé qué. Cuando la pasaron por la
puerta detectora de metales sonó como sirena de bomberos. Hubo alarma general.
La chica se turbó más mientras unas mujeres agentes la pasaban a una habitación
para revisarla, donde, según supe después, la desnudaron y esculcaron sus
partes íntimas. No encontraron nada, pero cuando la volvieron a introducir, la
puerta volvió a sonar con más intensidad. La muchacha tenía deseos de soltarse
en llanto y sólo me miraba a mí, la única otra persona, aparte de los
uniformados, que estaba atrás de la máquina infernal. Otra vez a desnudarla y
examinarla con meticulosidad, le introdujeron los dedos, pero todo fue en vano,
la joven no portaba armas. Le abrieron la boca, encontraron numerosos rellenos
de oro y plata y concluyeron que esos metales eran los alarmistas. La dejaron
pasar. La hembra sudaba. Yo pasé sin dificultad y comencé a caminar hacia las
bancas de espera que estaban repletas, mientras la chica iba moviendo sus
nalguitas a un ritmo fenomenal. Los asientos no eran individuales, sino que
ocho personas cabían en una larga banqueta de las cuales cuatro estaban a la
izquierda y cuatro a la derecha. Varios policías caminaban, como autómatas,
alrededor de ellas. Portaban armas cortas pero de grueso calibre. Uno de ellos
nos indicó, con un ademán de su mano, donde debíamos ubicarnos. La muchacha,
temerosa, lanzó una mirada al vacío y se encogió de hombros como diciendo:
hágase su voluntad.
Las ocho
personas, que estaban sentadas en la primera fila a la derecha, fueron
introducidas en ringlera a un recinto enorme en donde se miraban muchas sillas,
casi todas llenas. Las personas que ocupaban la primera línea de asientos a la
izquierda fueron pasadas a los sitios que acababan de desocuparse, quedando
entonces disponibles esos taburetes.
Nadie
hablaba, sólo se escuchaba como un rumor de viento ronco y por eso resonaban
las pisadas de los guardias que caminaban sin cesar, como condenados. Las
miradas de todos nosotros iban de un lado a otro siguiendo al defensa que
estaba más cerca, observándole hasta el último movimiento; parecíamos
embrujados moviendo la cabeza a un ritmo uniforme.
Como a la media hora
pasaron a los ocho de la segunda línea izquierda a primera derecha, luego en
orden correlativo tercera a segunda, cuarta a tercera. Era como un movimiento
circular alrededor de las bancas dirigido al antojo de los vigilantes, todo sin
hablar, a puros gestos y señas. Entonces la cuarta fila del lado izquierdo
quedó libre. El custodio que estaba al lado derecho nuestro movió su brazo
haciendo una circunferencia, indicándonos con ello que debíamos tomar los
asientos vacíos. Daba la impresión que estábamos en misa, obedeciendo lo que
nuestro sacerdote ordenaba. Ocho personas que esperaban de pie frente a un
grifo de agua fueron acomodadas en la cuarta de la derecha. Los ocupantes de la
primera fila derecha fueron introducidos al salón de las numerosas sillas.
Mientras tanto, yo,
aburrido de ver caminar a los vigilantes como fantasmas en derredor nuestro,
había comenzado a observar a la muchacha. Viéndola de perfil me di cuenta que
su boca era como en punta, ya que sólo el labio superior era grueso, carnudo y
sobresaliente, mientras el de abajo se había quedado delgado, fino, como metido
en la boca, pero por original se miraba muy lindo y curioso. Daban ganas de
morderlo, el de arriba y chuparlo, el de abajo. Frente a nosotros estaba un
guardia subido en una tarima. Parecía desarmado, pero debajo de la peana tenía una ametralladora de guerra.
A su derecha estaba un recipiente
con agua helada para refrescar y a su lado una chorrera de vasos desechables.
Varias personas se habían levantado a beber y hacían una cola ordenada y
silente. La chica de mi lado se alzó para ese mismo menester y entonces advertí
que tenía pantorrillas de artista, torneadas, lucidoras, un sueño. Como
estábamos en un patio entraba aire por todas partes, pero con mayor
fuerza el chiflón se colaba por la parte de atrás y cuando ella caminaba hacia
el bidón de vidrio, el viento le pegó el vestido al cuerpo y las nalguitas se
le dibujaron enteras con todo y los calzoncitos bikini que se miraban
adorables. Las nalguitas comestibles.
Ya no la perdí de vista, tenía que
regresar y el viento cumpliría su misión pegadora. La vi tomar agua metiendo el
vaso debajo del labio gordo y cuando venía de regreso el viento sopló más
fuerte. ¡Fenomenal! La seda se le adhirió a la pancita y más abajo quedó como
fundida a ella,· se le miraba todo, de verdad, hasta se le dibujaba el
triangulito, se lo habría podido medir, era como dos pulgadas por arriba y tres
por abajo, perfecta. Ella aceleró el paso como atribulada, azarosa digamos,
porque los ciento veintiocho ojos que ocupaban las banquetas la estaban viendo.
Los atalayadores no miraban nada. Por fin llegó a mi lado y cuando se
agachó para sentarse le vi el nacimiento de las chichitas, tamaño regular,
duras, templadas, blancas.
Me dieron
deseos de ir a tomar agua pero me detuve a tiempo. Por la emoción del
espectáculo me había excitado y el bulto estaba ahí, enorme. Busqué un servicio
sanitario pero no lo encontré y me afligí porque me habían dado ganas de orinar
que cada vez me apuraban más. La mole que tenía entre las piernas se fue
aquietando y los deseos de orinar desaparecieron. A una mueca del guardia los
de primera izquierda caminaron al gran salón y volvimos a rotar como las veces
anteriores, pero al grupo nuestro que estaba en tercera derecha lo mandaron a
cuarta izquierda, eso no podía ser, no me parecía justo que estando en tercera nos mandaran a cuarta cuando en verdad nos tocaba segunda. Me levanté
para protestar, pero la cara y el arma del guardia me detuvieron, por lo que
mejor volví a ver para otro lado y descubrí a un viejecito como de cien años
que se apoyaba en un bastón y se sacaba mocos con la mano izquierda, mocos que
se prendía en el pantalón.
Contiguo a él había una panzona que parecía su hija; ésta, cuando el viejo se metía el dedo en la nariz, le bajaba el brazo con cara de fastidio.
Contiguo a él había una panzona que parecía su hija; ésta, cuando el viejo se metía el dedo en la nariz, le bajaba el brazo con cara de fastidio.
El viejo no
le daba importancia porque de inmediato volvía a meterse el dedo y la gorda
vuelta a bajarle el brazo, hasta que el viejo mostró su inteligencia, cogió el
bastón con la mano izquierda, se retiró un tanto de la panzona y con la mano
derecha comenzó a escarbarse y a sacarse mocos que seguía haciendo chibolitas
pero que ahora pegaba en la pared. Pasó otra media hora lenta en que iniciamos
otro movimiento rotatorio y en tanto meneo parece que golpeé el pie de alguien
que estaba en la fila de adelante, porque se volvió molesto y me tiró una
mirada fulminante. No le pedí disculpas, me vale verga, dije, lo cual era
cierto.
En el siguiente
cambio circular bajamos a primera izquierda. Ya sólo faltaban dos rondas
circulares para que nos introdujeran al salón de las numerosas sillas. El hombre
armado hizo un visaje y con la quijada nos indicó que debíamos pasar al salón.
Según mis cálculos todavía no nos tocaba, pero a mí me valía verga y entramos.
Era un salón enorme como el del Ministerio del Interior o el de la Guardia. Las
sillas individuales hacían una ringlera de doce. La parte media del salón, la
que se veía desde afuera, estaba llena de gente que esperaba alguna respuesta.
Había viejos y jóvenes taciturnos y temerosos, con caras alargadas. Uno de los
vigilantes de adentro, armado como guerrillero, hizo un garabato con su cara,
lo que significaba que nos moviéramos.
El meneo de
nalgas era continuo, saltábamos de uno en uno, porque las sillas se desocupaban
con ligereza, pero guardaban el calor de las nalgas de nuestros antecesores. Yo
saqué un diario que portaba y soplé sobre mi asiento, pero todos se me quedaron
viendo de mal modo por lo que desistí. Los que venían de la ventanilla situada
al extremo de la sala, pasaban a ocupar un sitio atrás de unos ladrillos rojos, frente a una vidriera
donde estaba un hombre rubio, dientón, que hablaba una jerigonza.
Nosotros
seguíamos avanzando, el movimiento era acelerado, toda la sala era un agitar
constante. Por fin la chica de las lindas pantorrillas ocupó la primera silla y
el hombre armado hizo una pantomima señalándole su destino. Yo la seguí con la
mirada, sus nalgas me habían fascinado y pude ver cómo, después de esperar un
rato, llegó al ventanuco desconocido. Mientras ella hablaba con la persona
detrás del vidrio, me lanzaron a mí a la aventura. La pico de pájaro comenzó a
llorar. Me acerqué a la vidriera y pude ver que frente a mí estaba una
mujer como de cuarenta años, pelo rubio y con más cara de amargura que un
candidato derrotado.
«Su
solicitud», me dijo casi en español. Se la entregué y entonces me pidió veinte
dólares o ciento setenta y cinco colones. Le dije que no los tenía y la rubia
poniendo cara de extrañeza, me conminó a que me retirara. La pico de pájaro aún
lloraba con gimoteos suspirosos. Sentí compasión por ella y violando los
principios de El Mayor, cuando decía «no hay que tener compasión de nadie para no
tener problemas en la vida», le pregunté qué le pasaba y me contestó que no
tenía dinero para pagar en la caja. «Yo tampoco», respondí, «pero ése no es
motivo para llorar, dentro de poco lo tendremos», dije con gran seguridad,
«yo se lo voy a regalar.»
Uno de los armados se acercó a nosotros y con el
brazo nos indicó la salida donde había una puerta giratoria que era la antesala
de la calle. La tomé del brazo para bajar las gradas y ella abrió el piquito
para decirme gracias. Ya casi no lloraba. Comenzamos a caminar por aquel gran
bulevar y al llegar a una callecita lateral le dije que me esperara en la esquina.
Metí la mano en la boca del albañal y saqué mi arma. Aceleré el paso para alcanzar a pico. Como a una cuadra de distancia vi
al viejo de los mocos y a la hija que estaban esperando taxi. Le dije a pico
que se adelantara y me acerqué a la pareja. Saqué la forifai y se la puse al
viejo en la cabeza.
Deme la cartera, dije a la panzona que estaba pálida como
muerta. Saqué los billetes y los amenacé que si volvían a ver les iba a pegar
un tiro. Los viejos se fueron caminando en sentido contrario. Tomé a la chica
del brazo y comenzamos a correr. En la gasolinería cogimos un taxi mientras
pico me interrogaba como asombrada. En la Iglesia de Guadalupe abordamos un
colectivo. Conté lo recuperado y eran ochenta pesos, ya la vieja de la ventanilla
los había esquilmado antes. Nos bajamos por el bulevar de Los Héroes y como no
habíamos almorzado la invité a un sopón de patas o a un gallo en chicha en el Caminito
Real. Pedimos las primeras dos cerchas bien heladitas y la plática se hizo
bonita. La cipota no me preguntó nada, pero estaba claro que había comprendido todo,
puesto que como a la cuarta cervatana empezó a soltar su rollo. Me contó que la
estaban procesando por haber herido a otra puta en la cara por cuestiones de
celos y que casi no ganaba nada porque las putas de la calle tampoco la dejaban
trabajar y por eso andaba sacando visa pero no sabía que cobraban tanto.
La
siguiente fría la tomamos en un pequeño motel que queda allá por la Atlacatl
y le relaté que mi trabajo había sido la crianza de perros, de ésos que cuidan
las residencias de los platudos, pero que antes yo era uno de los hombres de
confianza de El Mayor. Ella me preguntó qué cosas hacíamos con El Mayor, y yo
le dije «cosas», y como insistiera, le repetí lo que decía El Mayor: «mientras
menos cosas sepás estás más segura». Buscaba la visa porque me acababan de
quitar el trabajo.
Decía el coronel que mi relación con El Mayor se había
vuelto peligrosa y que yo estaba quedando como el único testigo y que mejor me
fuera del país, que me daban un mes de plazo porque si no iban a proceder y esa
palabrita yo ya me la puedo. Entonces el güevo es que en la policía no me dan
el certificado de buena conducta, así que tengo que irme para los Estados
aunque sea mojado porque trabajo sólo me ofrecen en La Sombra Negra.
Bueno, hablamos tantas
cosas que salimos del motel con hambre, pero los ochenta pesos del viejo de los
mocos se habían terminado, por lo que decidimos salir a conseguir. Quedamos de
vernos más noche.
Fuente: Barba, M. (2000). En Un Pequeño Motel. San Salvador: Istmo Editores.
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