(Cuento)
Salarrué
Salarrué
José Pashaca era un cuerpo tirado en un cuero; el cuero era un cuero
tirado en un rancho; el rancho era un rancho tirado en una ladera. Petrona
Pulunto era la nana de aquella
boca: -¡Hijo: abrí los ojos, ya hasta la color de que los tenés se me olvidó! José
Pashaca pujaba, y a lo mucho encogía la pata. -¿Qué quiere mama? -¡Qués
nicesario que tioficiés en algo, yastás indio entero! -Agüén!...Algo se regeneró el holgazán: de dormir pasó a estar
triste, bostezando. Un día entró Ulogio Isho con un cuenterete.
Era un como sapo de piedra, que
se había hallado arando. Tenía el sapo un collar de pelotitas y tres hoyos: uno
en la cabeza y dos en los ojos.
-¡Qué feyo este baboso! -llegó diciendo. Se carcajeaba-; ¡es meramente
el tuerto Cande!... y lo dejó, para que jugaran los cipotes de la María Elena. Pero a los dos días llegó el anciano Bashuto, y en viendo
el sapo dijo:
-Estas casitas son obra denantes, de los agüelos de nosotros. En las
aradas se incuentran catizumbadas. También se hallan botijas llenas dioro. José
Pashaca se dignó arrugar el pellejo que tenía entre los ojos, allí donde los
demás llevan la frente. -¿Cómo es eso, ño Bashuto? Bashuto se desprendió del
puro, y tiró por un lado una escupida grande como un caite, y así sonora. -Cuestiones de la suerte, hombré. Vos vas arando y ¡plosh!,
derrepente pegás en la huaca, y yastuvo; tihacés de plata. -¡Achís!, ¿en veras,
ño Bashuto?
-¡Comolóis! Bashuto se prendió al puro con toda la fuerza de sus arrugas
y se fue en humo. Enseguiditas contó mil hallazgos de botijas, todos los cuales el "bía
prisenciado con estos ojos". Cuando se fue, se fue sin darse cuenta de
que, de lo dicho, dejaba las cáscaras.
Como en esos días se murió la Petrona Pulunto, José levantó la boca y la
llevó caminando por la vecindad, sin resultados nutritivos. Comió majonchos robados, y se decidió a buscar botijas. Para ello, se puso a la cola de
un ara- do y empujó. Tras la reja iban arando sus ojos. Y así fue como José
Pashaca llegó a ser el indio más holgazán y a la vez el más laborioso de todos
los del lugar. Trabajaba sin trabajar -por lo menos sin darse cuenta- y
trabajaba tanto, que las horas coloradas lo hallaban siempre, sudoroso, con la
mano en la mancera y los ojos en el surco.
Piojo de las lomas, caspeaba ávido la tierra negra, siempre mirando al
suelo con tanta atención, que parecía como si entre los borbollos de tierra
hubiera ido dejando sembrada el alma. Pa que nacieran perezas; porque eso sí, Pashaca se
sabía el indio más sin oficio del valle. El no trabajaba. El buscaba las botijas
llenas de bambas
doradas, que hacen "¡plocosh!"
cuando la reja las topa, y vomitan plata y oro, como el agua del charco cuando
el sol comienza a ispiar detrás de lo del ductor Martínez, que son los llanos que topan al cielo.
Tan grande como él se hacía, así se hacía de grande su obsesión. La
ambición más que el hambre, le había parado del cuero y lo había empujado a las
laderas de los cerros, donde aró, aró, desde la gritería de los gallos que se
tragan las estrellas, hasta la hora en que el güas ronco y lúgubre, parado en los ganchos de la ceiba, puya
el silencio con sus gritos
destemplados.
Pashaca se peleaba las lomas. El patrón, que se asombraba del milagro
que hiciera de José el más laborioso colono, dábale con gusto y sin medida
luengas tierras, que el indio soñador de tesoros rascaba con el ojo presto a dar
aviso en el corazón, para que éste cayera sobre la botija
como un trapo de amor y
ocultamiento. Y Pashaca sembraba, por fuerza, porque el patrón exigía los
censos. Por fuerza también tenía Pashaca que cosechar, y por fuerza que cobrar
el grano abundante de su cosecha, cuyo producto iba guardando despreocupadamente
en un hoyo del rancho, por siacaso.
Ninguno de los colonos se sentía con hígado suficiente para llevar a
cabo una labor como la de José. "Es el hombre de jierro", decían;
"ende que le entró asaber qué, se propuso hacer pisto. Ya tendrá una buena
huaca... "
Pero José Pashaca no se daba cuenta de que, en realidad, tenía huaca.
Lo que él buscaba sin desmayo
era una botija, y siendo como se decía que las enterraban en las aradas, allí
por fuerza la incontraría tarde o temprano.
Se había hecho no sólo trabajador, al ver de los vecinos, sino hasta
generoso. En cuanto tenía un día de no poder arar, por no tener tierra cedida,
les ayudaba a los otros, los mandaba descansar y se quedaba arando por ellos. Y
lo hacía bien: los surcos de su reja iban siempre pegaditos, chachados
y projundos, que daban gusto. -¡Onde te metés, babosada! -pensaba
el indio sin darse por vencido-: Y tei de topar, aunque no querrás, así mihaya
de tronchar en los surcos.
Y así fue; no lo del encuentro, sino lo de la tronchada. Un día, a la
hora en que se verdeya el cielo y en que los ríos se hacen rayas blancas en los llanos, José
Pashaca se dio cuenta dé que ya no había botijas. Se lo avisó un desmayo con calentura; se dobló en la
mancera; los bueyes se fueron parando, como si la reja se hubiera enredado en
el raizal de la sombra. Los hallaron negros, contra el cielo claro, "voltiando
a ver al indio embruecado, y resollando
el viento oscuro".
José Pashaca se puso malo. No quiso que naide lo cuidara. "Dende
que bía finado la Petrona, vivía íngrimo en su rancho".
Una noche, haciendo juerzas de tripas, salió sigiloso llevando en un cántaro viejo su
huaca. Se agachaba detrás de los matochos cuando óiba ruidos, y así se estuvo haciendo un hoyo con la cuma.
Se quejaba a ratos, rendido, pero
luego seguía con brío su tarea. Metió en el hoyo el cántaro, lo tapó bien tapado,
borró todo rastro de tierra removida y alzando sus brazos de bejuco hacia las
estrellas, dejó ir liadas en un suspiro estas palabras:
-¡Vaya: pa que no se diga que ya nuai botijas en las aradas! ...
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