Rodrigo Guerra y Guerra
PROLOGO
Rafael Menjivar Ochoa
La escritura de la historia no va de la mano con su devenir. Se trata de una ley no escrita que es especialmente cierta para El Salvador: si buscamos la bibliografía necesaria para entender la historia del último siglo, nos encontraremos con ensayos, estudios y monografías que alcanzan a cubrir algunos periodos, y del resto, si acaso, retazos aislados.
Apenas tres cuartos de siglo después tenemos un panorama más o menos coherente del martinato (1932-1944), gracias a las obras, sobre todo, de académicos e investigadores salvadoreños y extranjeros que en su mayoría han trabajado desde el exterior. Poco, incluidos los libros de texto -la historia oficial, siempre incompleta y morosa- e investigaciones aisladas, puede encontrarse aún que satisfaga cualquier sed de conocimiento del pasado, una sed necesaria para satisfacer la necesidad de construirse en el presente y de proyectarse hacia el futuro, como individuos y como pueblo.
Durante los años de la guerra aparecieron, en especial de autores estadounidenses, recuentos y crónicas de acontecimientos que, sin embargo, estaban demasiado cercanos anímicamente a los autores, y la pasión de la ideología -cualquiera que esta fuera- hace que ahora sean materiales que deban tratarse con cuidado, con todo y su indudable valor. Lo mismo ocurre con los testimonios surgidos de las filas revolucionarias aunque tengan un valor documental e histórico, no debe olvidarse que su objetivo era constituirse en un arma más dentro de una guerra, que no provienen solo de la necesidad llana de dejar constancia de ciertos hechos. Están también los testimonios de las víctimas y de los participantes directos de la guerra, de los cuales fueron intermediarios diversos organismos de derechos humanos. Estos, como los anteriores, son materiales que aún deben ser procesados y colocados en el lugar que les corresponde, en el marco de una Historia que aún no se ha escrito.
Esa Historia, la de la mayúscula, es más elusiva en tanto más violenta y terrible haya sido el devenir de una nación, en tanto mayor sea el trauma social que haya provocado y en tanto el silencio pueda ser una forma de convivencia después de la tormenta que azotó a los salvadoreños de los diferentes bandos, ahora obligados a convivir en paz con sus antiguos enemigos a muerte. Lo anterior sería especialmente cierto en el caso salvadoreño si se recuerda el viejo aforismo de que la historia la escriben los vencedores: los Acuerdos de Paz de 1992 -fruto de un equilibrio político, militar y social que se veía inquebrantable- evitaron la presencia de un vencedor que pudiera imponer sus posiciones y de un vencido que debiera aceptadas. Cualquier recuento, cualquier interpretación, tendrá siempre una contraparte, y quizá sea la búsqueda de un equilibrio, junto con la emocionalidad aún fresca de hechos aún no tan remotos, lo que ha demorado la aparición de los textos que merecería un proceso tan apasionante, violento y terrible como el salvadoreño.
Hay otro punto importante: la Historia requiere, para escribirse, de las historias más pequeñas, las de los individuos, los partidos, los grupos sociales, las clases, las castas ... Si no existe una masa crítica de información, cualquier intento exhaustivo de elaboración quedará en nada. y la historia salvadoreña ha estado siempre llena de silencios, datos parciales, mitos que tratan de convertirse -y a veces se convierten- en realidades, de información que tarda décadas en salir a cuentagotas.
Es deseable, por ello, que los protagonistas de la Historia cuenten sus historias, y que contribuyan a un mejor entendimiento de nosotros mismos, que la vivimos al parejo de ellos o como consecuencia de sus decisiones. Uno de los medios más importantes es, desde luego, el testimonio. Pero no el testimonio forzado por los acontecimientos, sino el que deriva de la reflexión, de la noción del valor de los hechos colocados en su contexto, de la propia madurez personal.
El golpe de Estado del 15 de octubre de 1979 fue uno de los puntos de quiebre más importantes del siglo XX salvadoreño. Ocurrió cuando era imposible no solo negar la crisis del modelo instaurado en 1932 -otro punto de quiebre fundamental-, sino también cuando el país se veía ante una encrucijada fatal, precisamente a partir de dicha crisis: el estallido de una guerra civil de consecuencias que solo ahora podemos medir o el intento de instaurar un modelo democrático inédito en el país, que debió esperar aún una docena de años para comenzar a forjarse; es en medio de ello que nos encontramos en la actualidad.
La polémica está aún sobre el tapete: ¿pudo el golpe de Estado de 1979 detener la guerra que se vino? Políticamente se ve, aun ahora, como posible. Anímicamente, según demostraron los hechos, se había llegado a un punto de no retorno; las fuerzas sociales y económicas estaban demasiado candentes, cercanas al paroxismo que, según el Informe de la Comisión de la Verdad, sirvió de leña al fuego de la guerra.
Aun así, treinta años después, gracias al carácter de su Proclama, el golpe de 1979 se ve como un parámetro de lo que era posible -y para muchos deseable- para evitar el fratricidio, satisfacer necesidades fundamentales de las mayorías y desarticular un sistema de dominación económica y política obsoleto. Era una alternativa a la izquierda y la derecha más radicales, a los planeamientos de los militares tradicionales y de los propios militares jóvenes que la hicieron suya, y diferente sin duda de lo que hasta ese momento sostenían los partidos y grupos de poder. Incluso, en las épocas más crudas de la guerra, las fuerzas revolucionarias esgrimieron la Proclama del 15 de octubre como una plataforma válida y viable de negociación. Cómo se llegó a esa Proclama, de donde surgió, qué pretendía, es uno de los puntos centrales del libro que el lector tiene ante los ojos, y los hechos están narrados por el principal promotor y autor del documento, Rodrigo Guerra y Guerra.
Un golpe al amanecer es un libro importante en la medida en que el autor participó en la primera fila del golpe de 1979, desde el lado de los civiles que dieron sustento a las aspiraciones de la oficialidad joven que, dentro de sus posibilidades y las del país, buscaba un cambio de fondo como alternativa a un modo injusto de hacer las cosas. Es, pues, un fragmento de la historia viva que forma parte de los materiales de la Historia, esa que buscamos y que se esconde en los recovecos de la memoria aún no escrita.
No debe verse como superfluo el testimonio personal de Guerra y Guerra referente a sus experiencias familiares y políticas más tempranas; son una radiografía interesante de cómo los hechos y reflexiones de toda una vida pueden encontrar coherencia y, de manera natural, insertarse en un hecho trascendente para la vida de todo un país. Está el hecho, también, de que este testimonio político sea además un testimonio familiar: otro de los actores fundamentales del golpe de 1979 fue el teniente coronel Rene Guerra y Guerra, hermano del autor, y en estas páginas se da fe de ello. Según la lectura a posteriori de los acontecimientos, las iniciativas de ambos hermanos fueron detonantes del movimiento de octubre de 1979, aunque después los acontecimientos rebasaran a los protagonistas originarios.
Además del testimonio en sí, en este libro encontraremos valiosos materiales de estudio, como el borrador de la Proclama del 15 de octubre y el Plan Económico por el cual se guiaría el nuevo Gobierno, inédito hasta la fecha, también producto de los esfuerzos de civiles encabezados por Rodrigo Guerra y Guerra. Hay en ellos mucho material en el cual sumergirse, como lo hay en los detalles que el autor revela respecto de su elaboración, los hechos aledaños y su interpretación posterior.
Es este, también, el honesto testimonio de una derrota, la personal, la de un proyecto, la de las aspiraciones de paz que se convirtieron en una guerra atroz; la Junta Revolucionaría de Gobierno, basada en la Proclama del 15 de octubre, solo duró dos meses y medio, y después se dio paso a una escalada que terminaría en una guerra y, mucho después, en los Acuerdos de Paz de Chapultepec. Testimonia también la participación del arzobispo Óscar Arnulfo Romero como observador e incluso inspirador y mentor del corto proceso y sus intentos por sostener la Junta; el propio Romero desaparecería tres meses después, asesinado por quienes harían de la guerra un proyecto de país para la siguiente década.
Es aquí donde la visión de los vencidos (y hay derrotas que son solo transitorias) tiene sentido como parte de la Historia que queremos: las loas de los himnos no reflejan ni pueden reflejar la realidad, que es lo que necesitamos para entender quiénes somos.
Un golpe al amanecer es un libro que debe leerse y colocarse en su justo lugar dentro de la corriente de una Historia que aún está escribiéndose. Es un aporte que de ningún modo puede pasarse por alto.
Fuente: Guerra y Guerra, R. (2009). Un Golpe al Amanecer: la verdadera historia de la Proclama del 15 de Octubre de 1979. San Salvador: Indole.
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