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Perfil de Prófugo

                                           Horacio Castellanos Moya


                       ADVERTENCIA



Todos los hombres son unos cerotes. José Eduardo más que cualquiera. Ni me hablés de él. Qué necio que es. Desde ahí donde vos estás sentado se me quedaba viendo el cerote, que se le caía la baba. Sí, de plano, le salía baba. Horrible. Ni me lo recordés, Me caga. Además se cree el gran vergonazo. Todo lo sabe. ¿No me creés que estuvo enculado de mí? Lo peor que me pudo pasar. ¿De qué vamos a pedir? A mí me da lo mismo. Con tal de que no sea de atún. Las pizzas de atún me cagan. Y una coca cola, con hielo. Era más cursi el pobre José Eduardo. Me tenía abatida con todo lo que decía de mis ojos. "Mónica, usted es la muchacha más bella que he conocido," me quería pajear el baboso. Como si yo no supiera. El más cerote de todos. Y necio como una mula, como garrapata. La última vez fue el acabóse. Hace un par de meses, me invitó a comer, aquí a esta misma pizzería. No es paja. Estábamos en esta misma mesa. Sólo que de entrada ya me tenía hostigada. Empecinado en agarrarme la mano. Me repetía que estaba enamorado de mí. Se me quedaba viendo, ido, con baba, te lo juro. ¿Para qué te voy a pajear? Hasta se me fue el hambre del aburrimiento. Yo no sé qué le entró. Si ya está viejo. Como si se le hubiera zampado la adolescencia de pijazo. Tiene 38 años, el doble que yo, puede ser mi papá. Por suerte esa vez no le entró la de darme consejos, que no deje de ir a clases a la universidad, que trate de colaborar siempre con la organización. Lo peor. Me hubiera ido. Así no lo aguanto. Ni habíamos terminado de hartamos cuando ya estaba de vuelta que por qué no íbamos al cine, que aquí cerca en la Fábrica estaban dando una película buena onda. Ni me acuerdo cuál era. Desde que íbamos caminando me empezó a hostigar grueso. Que por qué yo lo hacía sufrir tanto, que si yo no sabía cómo él me quería, que lo dejara agarrarme la mano. "Mirá, José Eduardo, te vas a estar quieto, si no me voy a ir a la mierda," lo amenazaba y el cerote de necio. No sé como hay gente que dice que es inteligente. Ah, no, todo es que crea que te va a apantallar con el rollo de la situación política en El Salvador y no lo parás, te lo aseguro. Yo porque le freno el carro de entrada. Se cree el pijonazo, el sabelotodo. "Usted, Mónica, es muy cruel conmigo," me decía. Sí, me trataba de usted. Vaya pues, no me creás. Voy a pedir otra gaseosa. Y ya en el cine fue lo peor. Primero con la necedad de agarrarme la mano. Me descuidaba un rato y zás. "Puta, qué burro sos, José Eduardo, me querés dejar en paz," le ordenaba y el maje va de disculparse y susurrándome al oído. Hasta que en un descuido logró echarme el brazo y tomarme una mano. Le zampé un solo vergazo. Sí, así, con la mano abierta en la cara. Y qué iba a decir. El gran desvergue en el cine.

De ahí en adelante se estuvo quieto, como haciéndose la víctima. Puta, y lo vieras después de la película, el gran sabio, va de pajear sobre el movimiento de la cámara, la actuación de tal personaje. Insoportable.

De tanto insistir me convenció que nos fuéramos a echar un helado, ahí frente al zócalo. Había un montón de gente, como siempre en Coyoacán los domingos, pero al final logramos conseguir un barquillo. Nos sentamos en el parque. Entonces empezó con la onda del frío, que por qué no le dejaba abrazarme para que me transmitiera su calor, que me miraba un poco erizada, que le gustaría calentarme. "José Eduardo, no seás necio, no tengo frío, ¿qué no entendés, ¿cabrón?," le decía y el cuerudo va de insistir. Hasta que le metí el codo en las costillas se estuvo quieto, lamentándose de su suerte, diciéndome que yo no lo entendía que él me quería mucho y las mismas babosadas. "Mirá, José Eduardo, al nomás acabanne el sorbete me voy a la casa, ¿oís?," le advertí. Casi se pone a llorar, que él quería pasar conmigo todo el tiempo, que mi presencia era lo único importante para él, me suplicó que me quedara otro rato. Le dije que no. Entonces salió con que había decidido separarse de su esposa, Sonia, que vive en San Salvador. "Quiero iniciar una relación con usted, Mónica, yo sé que nos llevaremos bien, que usted será comprensiva, incluso se puede ir desde hoya mi apartamento," decía. Vieras qué pendejo. Una barbaridad de cursilerías. Te apuesto que es el tipo más cerote con el que una pueda encontrarse. "Ya me voy," le anuncié. Porque en esa época yo vivía aquí en Coyoacán, cerca del mercado. Puta, vos, a mi ya no me cabe, acabáte ese pedazo de pizza. Pues sí, y entonces el baboso me rogó: "No, Mónica, no me haga eso, quédese conmigo, yo la necesito." De plano, así es. Pero esperáte, falta lo mejor. Me pidió que me fuera a acostar con él. "Véngase conmigo, Mónica, le juro que no la voy a tocar. Duerma a mi lado. Lo que necesito es tenerla cerca, poder despertanne junto a usted. Le prometo que si no quiere ni siquiera la rozo. Acepte. Vamos. No sea mala."
Te podés imaginar semejante pendejada. Me cagó. Le dije que ya me iba y que por favor no me fuera a seguir. ¿Pedimos un café? Comencé a caminar hacia la casa, pero el maje de necio a mi lado. Hasta que lo amenacé: "Mirá, José Eduardo, te juro que si no te vas a la chingada ahora mismo nunca más te voy a dirigir la palabra. Entendé que no estoy bromeando." Puso una cara de chucho ahuevado, que casi me cago de la risa.

Continué caminando. Al rato me di cuenta que me venía siguiendo, como media cuadra atrás. Me dieron ganas de esperado y pegarle la puteada del año, pero mejor decidí ignorarlo. Tal como imaginaba, no tenía ni cinco minutos de haber entrado a mi cuarto, cuando sonó el teléfono. Me dio una gran rabia. "Perdón, Mónica no quiero molestarla, pero es que olvidé un cassette en su bolso y me urge. ¿Puedo pasar a recogerlo ahorita?" Le dije que esperara un rato. Fui a ver a mi bolso: ahí estaba el maldito cassette. Sin duda, lo había zampado en un descuido, porque yo no recordaba que me lo hubiera dado. "Yo ya voy a salir, así que te lo voy a dejar para que pasés por él," le indiqué.
Insistió en que le urgía ahorita mismo. "Pues, pasá si querés, cerote, pero ya te dije que yo no voy a estar." Le colgué. Me entró una gran cólera, pues además yo tenía pedos con la vieja del pupilaje y si José Eduardo empezaba a hostigar con el teléfono, la cosa se me iba a poner peor. Ya de por sí casi no me pasaban las llamadas telefónicas. Pero ese es otro bonche. Desde ese día no lo he vuelto a ver. Pasó. Supe que había regresado a San Salvador. Su hija se había enfermado, creo. Me dijeron que se contentó con Sonia y que ella vendrá a México en estos días. Supongo que a vivir con él. No, no la conozco. Pero no entiendo cómo puede aguantar a semejante cerote. Ya te digo. Así que no me vayás a salir vos ahora con que querés que vayamos al cine y el mismo cuento. ¿Okey?


Fuente: Castellanos Moya, H. (1989). Perfil de Prófugo. San Salvador: UCA Editores

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