Claudia Lars
Tierra de infancia es el lugar estético donde el pasado de la realidad, recuperado a través del recuerdo, alcanza actualidad por la prosa poética concretada en diversas formas estilísticas. No es, por tanto, un libro de cuentos; mucho menos una novela. Es, sencillamente, realidad del mundo y del hombre actualizada poéticamente en la dimensión de los hechos y en la dimensión de sus significados. Quizá por eso convenga mejor ir pensando en Tierra de infancia como en un libro de "memorias poéticas."
En Tierra de infancia, Claudia Lars, pasada buena parte de la vida, se empeña volitivamente en actualizar el recuerdo de un lapso importante para ella, la infancia, con origen y finitud como toda experiencia de la vida. Tierra de infancia está impregnada de amor, de alegría y de ternura. Es el rostro del amor personal, el habido por cada hecho y el habido por cada recuerdo. Pero también en Tierra de infancia hay un denso amor histórico. La salvadoreñidad de Claudia pugna allí intensamente y se vierte en amor por el hombre y por el paisaje de su tierra.
Hablando con mi madre
Al terminar de escribir este libro de recuerdos quiero decirte -¡amada madre muerta!- palabras que no me atreví a pronunciar cuando vivían en nuestro mundo, pero que vibraban en el fondo de mis secretos como burbujitas de amor. Me duele no haberlas dicho entonces, pues te pertenecían desde mis primeros esfuerzos por aprender el lenguaje humano. Sin embargo, sé muy bien que el silencio, guardián de sueños y de cantos, nunca fue motivo de incomprensión entre tú y yo. ¿Acaso no eras la silenciosa por excelencia?.. ¿No preferías una sonrisa a un verso y una incompleta lágrima a cualquier promesa o disculpa?..
En suave ordenamiento recogías mis arrebatos de criatura rebelde. Quizás porque sospechabas que yo sabía volar mejor que muchos pájaros, con algo misterioso ibas señalando huellas de tormentas. Pienso que en tu rostro y tu cuerpo se conservaba, siempre intacta, la tierra de mis primeros goces. Por eso aquí la tengo, regalándome yerbas de septiembre, flores del verano con todos sus adornos, caminos que me llevan a parajes seguros yagua de la tinaja y del arroyo cargado de luz. Tu montaña de paciencia me hacía recordar la de mis excursiones de niña, recogida en su misterio y palpitante en cada asilo y cada verde. Un milagroso fuego escondías en la humildad de tu persona: de él sacabas la fuerza para mantener erguida y llena de virtudes tu natural fragilidad. Pendiente del reloj, sabías emplear sin desperdicios lo mejor de tu tiempo, y gracias al deseo de servimos, en arte transformabas el oficio doméstico. Si a veces parecías más anciana que las abuelas de los retratos, en ciertas horas recobrabas, como por encanto, inexplicable juventud.
¡Vida que me alzó suavemente de sus raíces más hondas¡... ¡Sepulcro ya cubierto por vegetales mantos, donde un brote de lirios trata de no sufrir la extraña soledad!".
Vuelvo a mi amanecer porque amanezco envejeciendo, y el poema que te leí una tarde y tú escuchaste sin comentario, de nuevo adquiere, por amante, su dulce sencillez:
¿Cómo contar la infancia? ...
Mi voy jugando de jugar de juegos...
La falda de mi madre:
La falda de mi madre:
ese almidón sembrado de violetas.
Fuente: Lars, C. (2004). Tierra de Infancia. (13a. Ed.). San Salvador: UCA Editores.
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