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Disparatario



                                                            NOTA EDITORIAL

Fuente: Méndez, J.M. (1977). Disparatario.(2a. Ed.). San Salvador:Dirección de Publicaciones.
José María Méndez nació en Santa Ana, el 23 de septiembre de 1916. Estudió Derecho en la Facultad de El Salvador. En el concurso de monografías para estudiantes, en 1939, obtuvo el primer premio con la obra "El Cuerpo del Delito". Se doctoró en 1941. Su tesis "La confesión en materia penal" mereció medalla de oro. A raíz del movimiento revolucionario de 1948 publico un folleto titulado "Nuestro Régimen Jurídico Constitucional”. Ha sido profesor de Introducción al Estudio del Derecho en la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales, y profesor de Código de Instrucción Criminal y de Derecho Político. Fue Director del Diario "Patria Nueva", durante los años 1954-1955. DISPARATARIO fue su primer libro (1957). Aquí recoge gran parte de sus trabajos publicados en la prensa nacional. "Disparatario" es el libro de un humorista. Se reveló como tal en "Patria Nueva", en la columna "Fliteando". El humorismo del doctor Méndez es agudo y fino como saeta. En realidad, el libro debería llamarse Saetas. Las saetas que se disparan de las páginas de este libro casi siempre pegan en el blanco. "Disparatario" está escrito en un estilo ágil, picante, de períodos cortos, cualidades que cautivan al lector. También ha publicado con la Dirección de Publicaciones del Ministerio de Educación "Espejo del Tiempo". De próxima publicación por esta Editorial, es su libro de cuentos "Tiempo irredimible".


                          TRES EN UNA

-Tengo tres mujeres con casa puesta y no puedo ir a dormir donde ninguna de ellas porque las tres me pegan.
 Tres afirmaciones hacía el hombrecito que se acercaba a mi mesa botella en mano; que tenía tres mujeres, que a las tres les había puesto casa y que no podía ir a la de ninguna de ellas por miedo a una paliza.
A primera vista la afirmación inicial era inverosímil.
No tenía el buen señor estampa de mujeriego. Calvo, de corta estatura, entrado en carnes y en años, la mirada cayendo en bobalicona, daba la impresión de un hombre sin ímpetus viriles, miembro de un hogar común comandado por la esposa. La segunda aseveración presentaba también obstáculos de credibilidad. El traje
descolorido y con lamparones de grasa, las gastadas suelas de los zapatos, revelaban al hombre de estrecha fortuna, incapaz de sufragar los gastos que ocasionan tres mujeres. La tercera aserción sí que era creíble. La voz un tanto aflautada, el andar como en puntillas, el ademán lento e indeciso, revelaban de inmediato al hombre tímido, cobarde, capaz de derretirse interiormente por temor a que su mujer, manu militari, le cobrara cuentas.

-Tengo tres mujeres con casa puesta y no puedo ir a dormir donde ninguna de ellas porque las tres me pegan repetía una y otra vez el hombrecito.
Por fin suspendió la cantinela y solicitó:
-¿Puedo sentarme a la mesa con ustedes?
-¿A quién tengo el gusto de conocer? -le pregunté
mientras se sentaba.
Tal vez conviene que explique, antes de continuar el relato, por qué acepté, gozoso, la llegada del hombrecillo intruso. Dicen mis parientes, mis amigos y aun algunas personas que me conocen nada más de vista, que soy un ebrio consuetudinario. iEstúpidos! No lo soy.
Cierto es que bebo bastante y llevo varios años de observar fielmente esa costumbre. Pero rechazo el calificativo. -¿Qué es un ebrio consuetudinario? Definamos el concepto. Antes separemos sus elementos constitutivos: ebrio y consuetudinario. ¿Qué es un ebrio? Para mí es aquel que está dominado por el vicio del alcohol.
Yo no lo estoy. Bebo; pero el alcohol no me domina. Por el contrario: yo domino al alcohol. A mi entera voluntad. Puedo decir que logro mantenerlo sumiso, a mis pies, como un esclavo. Lo llevo a mi estómago, a mi hígado, a mi corazón, a mi cerebro, y él, dócil, recorre esas regiones sin causarme molestias ni trastornos.
Calienta mi estómago, no me produce úlceras; aumenta mi actividad biliar, no me produce cálculos ni cirrosis; enternece mi corazón, no me lo cansa; enciende mi cerebro, no me lo nubla. No soy pues un ebrio. Sale sobrando, por lo consiguiente, examinar si soy
consuetudinario.
_ "Su vida ha tomado el rumbo del alcohol" -dicen-o ¡Estúptdos! ¿Cuál es el rumbo del alcohol? Lo cierto es que mi vida, sin el alcohol, no tendría rumbo. Yo no bebo, como esos estúpidos creen, para embriagarme. Por otra parte, casi nunca me embriago.
Y aunque me embriagara, no es eso lo que importa. Lo que importa es el uso maravilloso que yo hago del licor, el provecho material y espiritual que extraigo de la uva. Fui, como es bien sabido, un célebre viajero. Fuí -lo soy todavía- un incansable y fervoroso viajero. Los libros que podría escribir relatando mis viajes. Si hojearan los periódicos de hace diez años se darían cuenta de que no miento. En esos diarios se habla de la magnificencia de que hice gala al viajar; de la extraordinaria habilidad que tuve para descubrir lances de peligro, meterme en ellos, sortearlos con inteligencia y retirarme ileso. Me dirán: "Pasadas glorias, al mermar tu fortuna dejaste de ser peregrino; todo el mundo te ve ahora sumido en el alcohol, de cantina en cantina; aun con los ánimos de caminar te faltan, pues te metes en uno de esos antros y permaneces allí, barbado, macilento, bebiendo, en ocasiones hasta tres días consecutivos". iEstúpidos!
Ya no puedo, es cierto, como antes, pasar el fin de semana en Montecarlo y perder o ganar en una noche sumas fabulosas, increíbles. Ya no puedo, como lo hice, gastar millones persiguiendo un raro diamante o un collar antiguo de esmeraldas. Ya no puedo organizar -varias veces lo hice- un safari con panteras amaestradas que himplan feroces y cuando se les dispara, aunque no se les acierte, se dejan caer al suelo y simulan la muerte con tanto realismo, que cualquiera diría que alguna vez fueron discípulas de la Duse o de la Bernhardt. No puedo como cuando me casé con Dora la caprense, comprar en plena travesía un
trasatlántico y desviarlo de su ruta hasta Capri, donde ella quiso se celebrara la boda. ¡Las cosas que yo hice! ¿Leyeron acerca de la Legión Extranjera que organicé en Etiopía con mis propios legionarios? ¿Saben del Club de Cojos Olorosos de Alejandría, en cuyas patas de sándalo injertaba rosales?
Ahora yo no puedo viajar en el sentido literal del vocablo porque mis haberes están casi consumidos. Pero siempre viajo, estúpidos. Ahora mismo, frente a este buen señor, voy de vuelo. ¿Así que yo, metido en la cantina, nada más bebo? Eso es lo que piensan ustedes, como superlativos estúpidos que son. Pero lo cierto es que así como me ven ahora, sentado frente a un borracho desconocido que dice o parece decir cosas absurdas, me dirijo hacia territorios ignotos. Viajar no es solamente descubrir nuevos ámbitos, sino principalmente intimar con personas de raza y costumbres distintas. Lugares remotos ignorados por mí no existen.
Conozco las calles de Estambul y las de El Cairo y las de Istipur (de seguro ni siquiera han oído ustedes hablar de Istipur) tanto o mejor que las de esta aburrida y mediocre ciudad en la que vivo ahora. He recorrido prolongados desiertos, atravesado vastas selvas, subido a los más altos montes, cruzado los siete mares, que en mi cuenta suman mucho más de "siete. Diez veces por lo menos le di la vuelta al mundo, de polo a polo, de ecuador a ecuador, partiendo del Mediterráneo, partiendo del Cabo de Hornos, en avión, en velero, en andas, en bicicleta. Después de tantas vueltas y ya mareado seguí viajando. ¿Por qué, para qué? No para ver de nuevo las Pirámides, subir de nuevo a la cima del Mont Blanc o remontar otra vez el Amazonas. No. Para relacionarme con hombres y mujeres excepcionales, pues los paisajes exóticos, harto conocidos, carecían para mí de interés. Los decorados de este mundo apestoso, siguen siendo los mismos. Poco cambian. Pero cuánta novedad, variedad y maravilla en el ser humano. Yo, superviajero ya, seguía en camino. ¿Para qué? Para descubrir a los raros. Esto fue lo que me mantuvo durante tantos años con el pie en la escalera de los barcos y aviones y con la mano metida constantemente en la bolsa de pecho, sacando y guardando el pasaporte. Recuerdo a Unsalinov, un ruso meditabundo que llegó a revelarme cómo en una ocasión, náufrago y obligado por las circunstancias, no tuvo empacho en comer... náufrago. Conocí a Hernando Rodríguez y Po, el moderno Casanovas que terminó enamorado de un sacristán. A Elia Rumanuova, la insigne bailarina que vio truncada su carrera al dar un mal paso, de resultas del cual quedó embarazada del Conde Buocharotti. A Teddy Cutarra, el Jockey de leyenda. Baste referir que una vez, en Saratoga, mientras corría, se le rompió una pata al caballo que montaba, el insigne "Amuleto". Teddy -oh coraje, oh mente prodigiosa- de un tirón titánico le arrancó la pata quebrada a Amuleto y la lanzó contra la meta. Amuleto -su pata- llegó primero, dijeron los jueces. Y Amuleto ganó la carrera.
¿Ven ustedes cómo el placer al viajar no estriba tanto en descubrir paisajes maravillosos cuanto en comunicarse con extraordinarias personalidades? ¿Compren- den cómo es que yo, encerrado en las cantinas, puedo seguir gozando del principal placer que los viajes proporcionan? No se crea que subido en los corceles de la fantasía que dentro de mí hace brotar el dios o el demonio del vino, cruzo los mares y los cielos en delirio alcohólico. No. Es que éstas, las cantinas, son como puertos y aquí vienen muchos a tomar barco para cortos viajes en los cuales buscan el calor de un alma compañera.
Aquí tenemos ahora a este buen señor. Ha dicho llamarse Marcelo Peraza. Viene acompañado de una botella de whiskey. Mientras repite la enigmática frase, suspira y se coloca peligrosamente al borde del llanto. Nos pide permiso para sentarse a la mesa y para obsequiarnos con unas botellas de whiskey. Yo acepto. Tomamos uno, dos, tres tragos, a manera de prólogo, sin entrar en confidencias. Me ha escogido a mí -dice- porque tengo aire superior y distinguido y porque me ha estado observando y se ha dado cuenta de que estoy sobrio no obstante que he tomado ya muchas copas. A través de su cháchara lo voy analizando. Me afirmo en mis ideas: es tímido y es pobre. No puede tener tres mujeres ni mantenerlas. Creo sí que una mujer marimacho lo está esperando para darle una paliza.

-¿Así que tiene usted tres mujeres?
-Tres.
-Por lo visto es usted hombre afortunado en el amor.
-Psch...
-¿Ya las tres les ha puesto casa?
-A las tres.
-Deben costarle mucho dinero.
-Psch...
-¿Cómo es que caen?
-Pues simplemente caen.
-¿Los nombres?
-Mercedes. .. Mercedes... No importa cómo se llamen. Las tres son una fiera. Sigamos todos tomando hasta terminar estas tres botellas de whiskey.
¿Oué había dicho el hombrecito: que siguiéramos todos tomando hasta terminar esas tres botellas de whiskey? ¿Quiénes éramos todos si estábamos los dos solos sentados a la mesa de la cantina? ¿Cuáles tres botellas si en la mesa había sólo una? Me estaba acercando a la solución del misterio que envolvía su enigmática frase:
"Tengo tres mujeres... etc.". Me propuse obligarlo a que confesara.    -Usted no tiene tres mujeres -le dije mirándolo fijamente-. No es un Don Juan ni un hombre rico capaz de mantener tres mujeres. Diga la verdad.
Se me queda viendo estupefacto, maravillado. Parece que va agritar. Pero lo domina una avalancha de lágrimas y durante cinco minutos se desahoga llorando ridículamente. Por fin confiesa:
-Es cierto: sólo tengo una mujer: Mercedes. Algunos cuando beben ven doble. Yo veo triple y siento triple. Por eso, recordando a la maldita Mercedes que cada vez que bebo me zurra, dije lo que dije. Aunque quizás no ha imaginado nada: Mercedes pega por tres.


Fuente: Méndez, J.M. (1977).  Disparatario. (2ª. Ed.).  San Salvador: Dirección de  Publicaciones

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