A finales de 1985, después de 3 años de estar en las zonas de control revolucionario, busqué a mis amigos de antaño.
Viajé por Europa, América Latina y Norteamérica. Encontré a mucha gente interesada en la lucha que libra el pueblo salvadoreño. Sin embargo, constaté que así como yo estaba lleno de optimismo y de seguridad en las posibilidades de triunfo de este movimiento de liberación, mis amigos estaban marcados por la desinformación y el desaliento.
En un primer momento, este contraste me chocó terriblemente, y tendí a despreciar sus actitudes. Después reflexioné: ¿qué nos diferenciaba ahora? ... Cuando decidí ir a El Salvador, éramos como una piña.
Tenía una ventaja, me había sumergido en la cotidianeidad de los hombres y mujeres que llevaban a cabo una guerra popular. Aprendí que "querer al pueblo" no es una frase estereotipada del léxico izquierdista. Mientras este pueblo me enseñaba a amarlo, fui comprendiendo lo que puede ser, en verdad, una revolución, y sobre todo, día tras día me golpeó descubrir que la decisión de vencer entraflaba un alto costo.
La misma lucha me dio fuerza y visión. Me quitó una parte de las concepciones idealistas que llevan obligatoriamente a la decepción y al derrotismo. ¡Hacer una revolución es tan distinto a soñarla! La experiencia concreta me fue llevando a un nuevo análisis.
Pero no he querido escribir las memorias de un internacionalista. Con la máxima fidelidad posible, intento describir las dificultades inmensas, los logros entusiastas, las decepciones amargas, y el desarrollo real de este pueblo con el cual me siento en deuda.
Mi pretensión es que cuando se lea en un comunicado del FMLN-FDR "nuestros héroes y mártires," se piense en Fredy, en Carlos, en Juan, en Lidia y en muchos más. Que ante un cable de agencia en el cual se informe que "murieron 34 civiles durante un operativo de vasto exterminio de la guerrilla," se recuerde cómo se preservan las fuerzas populares en las retiradas estratégicas llamadas guindas. Más que eso, quisiera ayudar a la comprensión profunda de la guerra, a través de imágenes concretas como las de El Jocotillo, El Jicarito y Tequeque, con sus milpas, sus clínicas y su necesidad profunda de liberación.
No presento un pueblo a través de individuos excepcionales, sino a individuos en una lucha colectiva. Trato de reflejar cómo vivimos y cómo somos los que hacemos la guerra popular en El Salvador. Las distintas experiencias por las que pasé son el hilo conductor de estos capítulos. Es una guerra que se libra siempre en un marco de desigualdad.
Dialécticamente se lucha por la tecnificación, pero se hacen burlas de la sofisticada
tecnología enemiga.
Empezaron usando garrotes como armas y el agua de los cocos como suero
endovenoso. Conseguir instrumentos médicos y requisar armas ayudaba a disminuir
un tanto la desigualdad, pero nada de eso ha sido suficiente sin la creatividad,
el sacrificio, la educación permanente, y sobre todo, la decisión de vencer.
La guerra popular es una escuela para la sociedad emergente que la impulsa. La movilidad y el cambio son permanentes, no sólo en cuanto al espacio, sino también en las formas y estructuras. Este libro refleja situaciones vividas a lo largo de 1983, 1984 Y 1985, las cuales en parte, están ya superadas. Más aún, hoy son diferentes. Así lo exige la permanente dinámica de la guerra.
En mis relatos tiene mucha relevancia la lucha por la salud, ya que ese fue mi trabajo específico. Tenía escasa formación y experiencia en ese campo, y por lo tanto, también en eso viví la guerra como escuela. Entiendo la salud como una ventana a través de la cual puede descubrirse más concretamente esta sociedad vieja y nueva que se explaya en múltiples tentativas en las zonas de control revolucionario.
Antes de ir a El Salvador me preocupaba mucho lo que podía o debía ser una sociedad revolucionaria. Me cuestionaba sobre los modelos económicos, el Estado, el papel del partido y la acción directa de las bases. Me mantenía casi obsesivamente pendiente de los acontecimientos mundiales. Una vez en El Salvador, no perdí esos intereses, pero era tan fuerte y urgente resolver los problemas de las clínicas populares o la salida de un herido grave, que pasaba semanas enteras sin escuchar siquiera las noticias sobre nuestra propia lucha. La salud era mi trinchera, mi militancia se abocaba a ella.
Esa parte de locura que llevamos dentro me impulsó a vivir una lucha muy diferente a mi experiencia urbana y a mis conocimientos del mundo desarrollado; y por si eso fuera poco, ahora me lanzo a escribir en una lengua que no es la mía. Me era realmente imposible no transcribir en centroamericano (ya que sería inexacto decir que el habla salvadoreña es pipil o castellano) una experiencia que capté a través de ese idioma. Aunque para eso Margarita, Flor y Karla tuvieron que devanarse el coco, pues no se trataba de traducir mis escritos, sino de interpretarlos. La pobreza de expresiones e ilaciones resultará evidente al lector. A pesar de todo, pensé que valía la pena revertir la historia tal como la recibí.
Espero que el libro hable a los que no quieren dejar solo al pueblo salvadoreño y que la solidaridad se estimule ante las evidencias.Fuente: Metzi, Francisco. (2003). Por los caminos de Chalatenango: con la salud en la mochila. (2a. Ed.). San Salvador: UCA Editores
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