Ayer cumplió un año de muerto Agustín Farabundo Martí. Queremos dedicar a su memoria estas breves líneas; primero porque fue nuestro amigo y varias veces estuvimos a solas conversando de las cosas del espíritu, cosas que han movido nuestras naves, cada una por su ruta; y segundo, porque Martí, por su calidad de hombre de ideal, de renunciador, de héroe, se merece la admiración de todo hombre bueno, no por sus ideas, sino por su entereza e inegoísmo, para sostenerlas.
Agustín era un hombre sencillo, sin vanidad, sin debilidad: Había bajado su testuz, como los toros, y con los ojos cerrados, recio atacaba la sombra que le exasperó, la misma sombra voluminosa que enardeció al soñador Ricardo Alfonso Araujo. El amor de ambos a los sufridores, a los oprimidos, los elevaba a la calidad de padres: Su parcialidad era casi intempestiva y no veía más allá de los engañosos hechos. Creía ingenuamente en la felicidad del pobre y en la infelicidad del rico y todo esfuerzo por demoler, con el ariete de la filosofía, este cimiento de odio, fallaba pronto. Con la temeridad del indio picado de tamagás que se vuela de un tajo la mano, así Farabundo Martí se lanzaba sobre ese miembro de la sociedad que consideraba engangrenado. Sabía que le costaba la vida y no tembló. Llegó su hora, y en el mismo Día de la madre entregó su cuerpo a la madre tierra, como semilla de su ensoñada liberación.
Porque un día el retoño, como el de los rosales, cuyas rosas hacen perdonar las espinas aguzadas que nos hieren las manos y que esas rosas de rebeldía contra el mal y de sacrificio por la humanidad, aromen nuestra casa sin herirnos los dedos.
Salarrué
Publicado en Cipactli. No. 8. Año XIII, agoste-septiembre de 1944
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El Salvador sigue siendo, por eso, un país que no existe.
Paulino Espinoza